martes, 29 de septiembre de 2015

Supongo que cuando me imaginaba esto, creía que la vida universitaria podría llenar el hueco que han dejado mis amigos, mis padres, mi ciudad. Pero no puede. Me doy cuenta ahora, que siempre creemos que podemos cubrir los huecos con otras personas, otros recuerdos o momentos. Y lo cierto, es que no es así. Tan solo llenamos otros espacios del corazón que siempre estuvieron vacíos, pero nunca llenamos los que fueron el espacio de alguien alguna vez. Y ese vacío que dejan cuando se van, siempre está.

No me malinterpretéis, si alguna vez tenéis la oportunidad de vivir fuera, solos, hacedlo. Pero he leído miles de libros americanos donde la chica se va a la universidad, y todo son fiestas, y estudios, y amigos. Y casi nunca te hablan de su pasado. No mencionan a los padres, o al vacío que se siente al no tenerlos contigo, o a los antiguos amigos, o incluso a su antigua habitación.

Hace unos días, mi compañera de piso me dijo: "qué asco es ser adulto", mientras no se aclaraba con la máquina de sacar dinero. Y ese simple comentario, me hizo pensar. Ya soy adulta.

Tengo 18 años, recién cumplidos, y soy adulta. Y no porque mi mayoría de edad lo diga, porque eso nunca es una ciencia, sino porque la vida, la vida que yo he escogido, me ha tornado en una. Se me acabó el dejar que mi madre me arrope, me cuide, me haga de comer. Se me acabó el contar con el apoyo de alguien mayor, porque ahora estoy aquí, sola, y si tengo un problema, tengo que resolverlo sola.
Es cierto que maduras. Mucho. Que empiezas a ver la vida de un modo distinto. Pero es un peso invisible, que se hace duro de llevar.

Me hizo pensar, que siempre puedes pasar de adolescente a niño, y nadie te dirá nada, porque son cosas propias de esa etapa. O de niño a adolescente, y será normal. Pero una vez que te conviertes en adulto, dejas por completo esas dos etapas atrás. Puedes ser un "niño de corazón" como se suele decir, pero no puedes ser un niño de comportamiento. 

Y ese momento, ese instante en el que te das cuenta de que has dejado de ser un niño, de que ya has entrado en otra etapa, aterra. A mí me aterra. Porque jamás imaginé que crecería. Jamás pensé que llegaría el día en el que dejaría de ir al colegio, o de jugar en mi casa, o de salir con mis amigos de siempre.  A veces, tenemos las rutinas tan asimiladas, que no nos damos cuenta de que incluso las rutinas, dejan de ser constantes en algún momento. 

Me siento tan cerrada respecto a todo. Como si por el hecho de haber cambiado ya no se me permitiera ser débil, porque ya estoy sola en esto, y si soy débil, solo estoy yo para levantarme. 

Hace tanto que no escribo aquí. Hace tanto que no escribo, nada. Como si mi mente estuviera demasiado ocupada para pensar. Solo actúo, y actúo. Ni siquiera, ante este golpe tan grande, como ha sido la muerte de alguien amado por mí, me he parado a pensar.

Y ahora, estoy aquí parada, y me pregunto qué demonios ocurre. Cómo puede ser que no llore por él, cómo puede ser que no tenga un nudo en el estómago, cómo puede ser que esté viviendo esta vida tan distinta a la mía, y ni siquiera me haya parado a observarla.

Supongo que no pienso, porque es un mecanismo de defensa. Porque si pienso, me daré cuenta de que él ya no está, y no va a volver a estar nunca. Me daré cuenta de todas las lágrimas que ha dejado detrás de mis ojos, pero que se han quedado como una cubierta oculta.

Supongo que no pienso, porque no sé sobre qué hacerlo. Podría pensar en mis amigos, y extrañarlos, y extrañar los momentos que ya no puedo tener con ellos. Pero fue mi elección alejarme así de ellos.
Podría pensar en que nadie me abraza ya. Ni me da un beso de buenas noches. Ni me da los buenos días. Pero también esa fue mi elección.